En Hassi Labied, pueblecito de casas de adobe asomado a las dunas del Erg Chebí, el tiempo parece detenido en otra realidad. Estamos 5 kms al norte de Merzouga, un lugar perdido en el mapa que, sin embargo, vive hoy en día del numeroso turismo que atrae su cercanía al desierto del Sáhara. Más allá sólo hay arena y la frontera con Argelia.
Es curioso, pero esta frontera, la que separa Marruecos de Argelia, es la frontera cerrada más larga del mundo. 1500 kms, algunos de ellos en litigio entre ambos paises, cerrados a cal y canto desde que en 1994 tres argelinos afincados en Francia perpetraron un ataque terrorista contra el hotel Atlas-Asni de Marrackech en el que murieron dos turistas españoles. A pesar de esto los litigios fronterizos fueron constantes desde que en 1964 Argelia accedió a la independencia. Pero el último cierre es el más largo de la historia y esta frontera una de las más infranqueables del mundo.
Marruecos y Argelia tienen muchas cosas en común, pero llevan mirándose como enemigos casi desde el principio. En los 70 se enfrentaron por la cuestión saharaui (no hay que olvidar que la mayoría de campos de refugiados saharauis se encuentran en suelo argelino) y en los 90 por la situación de guerra civil que vivió Argelia con el auge del islamismo. Como todas las fronteras cerradas ésta no sólo separa a dos paises herrmanos, sino a miles de familias, obligadas a vivir con la separación, y hunde la economía en una región ya de por si pobre.
Al sur de Merzouga la linea fronteriza recorre impresionantes paisajes donde el viento juega con la arena y las dunas se tiñen de rojo al atardecer. Mucho más al sur, en Tinduf, donde comienza el territorio del antiguo Sáhara Occidental, ambos paises acumulan al grueso de sus ejércitos, que se miran frente a frente en las arenas del desierto. Desde Merzouga hacia el norte, Marruecos y Argelia se codean con desconfianza, pero se codean al fin y al cabo.
En Hassi Labied decidimos alquilar un taxi, uno de esos viejos Mercedes, para que nos lleve hasta Figuig, 500 kms al norte. Tomamos la nueva carretera asfaltada que nos conduce hasta Rissani, donde nos despedimos de Rachid y Akur, nuestros anfitriones. Akur tiene veintitantos años, una miopía bastante extrema y una sonrisa franca y contagiosa, aunque mellada y de dientes negros. Antes de salir de Rissani, Akur nos hace un último favor y nos consigue 10 gramos de oloroso hachís. Nos despedimos de ellos con pena y les prometemos volver. Después el viejo Mercedes enfila hacia Erfoud. A partir de Erfoud la carretera, estrecha y la mayor parte del tiempo recta hasta el horizonte, cruza un desierto pedregoso donde de vez en cuando se alza una montaña surgida de la nada. Dentro del taxi nosotros nos dedicamos a fumar hachís, menos cuando el taxista nos avisa de la presencia de algún control policial y a mirar el paisaje. Durante cinco horas recorremos una tierra hostil pero sublime, me sumo en mis pensamientos, que sólo son rotos por las pocas muestras de humanidad que vemos en el camino: normalmente mujeres que pastorean cabras en las cunetas de la carretera. Entramos en el pueblo de Bouarfa después de bastantes horas sin encontrar nada en el camino. Repostamos y seguimos el camino entre impresionantes montañas que dejan paso a valles pedregosos donde la luz cobra un sentido irreal. A pocos kilómetros de nuestro destino un último control policial. En medio de la carretera que cruza este desierto de piedra se divisa una garita pequeña donde dos agentes de la gendarmería marroquí hacen guardia en mitad de la nada. Nos detenemos y nos hacen salir del vehículo, les entregamos los pasaportes y comienzan a rellenar unas toscas fichas hechas a mano. El aire es helado y a nuestro alrededor solo hay piedras y unos perros semiabandonados con los que nos entretenemos jugando. Hace tanto frio que fumamos con fuerza, casi como si el humo pudiera calentar o protegernos del aire afilado. Los gendarmes, como casi todo en este país, no son precisamente rápidos. Nos hacen algunas preguntas: ¿hasta cuando nos pensamos quedar en Figuig? ¿qué vamos a hacer allí?, ese tipo de preguntas que suele hacer la policía en todos los lugares del mundo. Al final nos desean suerte y seguimos nuestro camino.
Figuig es un oasis en medio del páramo. 200.000 palmeras datileras regadas por pozos artesianos. Siete comunidades o ksars (asentamientos fortificados) de color ocre que antiguamente se disputaban el control del palmeral y los accesos al agua. Figuig se encuentra fuera de los circuitos turísticos, y es un pueblo tranquilo de gente amable y pacífica. Pero no siempre fué así, hasta 1995 era el segundo paso fronterizo más importante de Marruecos después de Oujda, y lugar de paso de los peregrinos que viajaban a La Meca. Hoy en día, sólo dispone de dos hoteles, uno de ellos bastante decadente, a pesar de que el pueblo bien merece una visita. El segundo día alquilamos una bicicleta y recorremos los escasos dos kilómetros que lo separan de la frontera cerrada. El asfalto se encuentra en mal estado. El único gendarme marroquí que nos sale al paso es un tipo simpático, no nos deja hacer fotos a los puestos de control abandonados ni a las barreras, pero sonriendo nos señala hacia Argelia y nos comenta que de momento allí no tienen problemas con los vecinos del este. Sin embargo, el cierre de la frontera ha privado a Figuig del grueso de su palmeral, que ha quedado en territorio argelino. Los que tienen familia al otro lado consiguen que sus parientes se ocupen de las palmeras, los que no, asisten impotentes a su deterioro. La economía local hace tiempo que está en crisis y la emigración va vaciando poco a poco este pueblo peculiar. Sólo las divisas que los emigrantes envían desde Europa mantiene a Figuig con vida. Al otro lado Beni Ounif, el primer pueblo argelino.
Salimos al amanecer de Figuig en un autocar de la CTM, rumbo al norte, siguiendo la linea fronteriza, hasta Oujda, la ciudad más grande del Marruecos oriental, ya a tan solo 60 Kms del Mediterráneo. Oujda es una ciudad en expansión, relativamente moderna, que lleva varios años intentando olvidarse de Argelia y de que alguna vez la ciudad le debía toda su prosperidad a ser el paso fronterizo más importante del país. Sin embargo, las huellas de la decadencia económica que supuso el cierre de la frontera son todavía visibles: hoteles destartalados, cafés abandonados, ... En el puesto fronterizo, donde se llega a través de una calzada llena de obstáculos y barreras, la policía marroquí monta guardia con desgana. Por supuesto, no se pueden hacer fotos.
Como toda frontera que se precie, en los alrededores de Oujda se practica el contrabando, sobretodo de combustible, en coches que llegan a transportar hasta 1500 litros, y que de una forma suicida se juegan la vida transportando desde Argelia combustible para el mercado marroquí. Junto con el combustible, el tráfico de drogas y la inmigración ilegal son otros de los negocios que afloran en la frontera. En los alrededores de Oujda florecen los asentamientos de subsaharianos que tienen como meta cruzar a Europa.
Ya no seguimos más al norte, en la estación de trenes de Oujda, moderna y funcional, compramos un billete para Fez.
En los últimos años Mohamed VI, el rey de Marruecos, ha hecho gestos apaciguadores hacia Argelia. De hecho, desde 2005, se han suprimido los visados para marroquíes y argelinos que pretenden viajar al país vecino, pero la reapertura de la frontera es un tema más complicado. Argelia supedita este tema a la solución del conflicto saharaui. Mientras tanto, para viajar desde, por ejemplo, Aghbal (Marruecos) hasta Nedroma (Argelia) que distan sólo 40 kms y donde viven familias separadas, un marroquí debería ir a Oujda, desde allí a Casablanca y luego volar a Orán y recorrer por carretera 200 kms hasta Nedroma.
Una realidad que está a pocos kilómetros de la Península, al otro lado del Estrecho.