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CUADERNO DE VIAJE: TARDE DE VIERNES EN EL DARGAH

CUADERNO DE VIAJE: TARDE DE VIERNES EN EL DARGAH

Es noviembre de 2007 y hemos quedado con Shahid, nuestro conductor durante las dos primeras semanas en la India, para que nos conduzca hasta Pushkar, un pueblecito situado en el corazón del Rajastan. A primera hora de la mañana salimos de Udaipur para recorrer más de 300 kilómetros hacia el nordeste. Hace un par de días que ha comenzado la fiesta del Diwali, una de las celebraciones hindús más importantes, la que conmemora el regreso del dios Rama a su reino tras derrotar al terrible demonio Ravana. Las cinco horas en la carretera se me hacen monótonas, cruzamos una y otra vez los mismos pueblos de casas y comercios abiertos a la calle, y el paisaje es yermo, plano, estepario. Shahid parece pensativo, extraviado, y nos contagia de una melancolía silenciosa y apática. Cuando el paisaje cambia y comienzan a dibujarse las mágicas colinas puntiagudas del Nag Pahar (el monte de la Serpiente) adivinamos que ya estamos cerca. Pushkar es un pueblecito levantado alrededor de un lago que según cuenta la leyenda surgió de una flor de loto que dejó caer Brahma. Aquí, en la India, todo está intimamente ligado a lo sobrenatural, a la religión, a las creencias. Con más de 400 templos, este pueblo de apenas 15.000 habitantes, es uno de los centros de peregrinación hindú más importantes. Las carreteras que llevan allí están salpicadas de sadhus harapientos y descalzos que caminan por las cunetas, En sus calles hay todo un ejército de santones que duermen bajo los árboles o en los porches de las casas. En todo el pueblo hay un ambiente entre místico y extraño, una mezcla rara entre modernidad y religión, que se traduce en que en Pushkar está por ejemplo prohibido el consumo de carne pero a la vez es también famoso por su liberalismo en cuanto al consumo de psicotrópicos. Estamos emocionados de entrar en el mítico Pushkar, y mucho más por hacerlo en el día grande del Diwali, pero antes, a tan sólo 11 km de nuestro destino, vamos a tener una de las experiencias más intensas del viaje. De camino a uno de los corazones del hinduísmo nos vamos a topar de frente con otra de las grandes religiones de este país. Antes de Pushkar la carretera cruza la ciudad de Ajmer, una bulliciosa villa de casi 500.000 almas. Shaid, que es de religión musulmana, nos informa de que en la ciudad se halla el mausoleo del santo sufí Kwaja Muin al Din Chisti, el Dargah, uno de los centros islámicos más importantes de toda la India. Es la primera vez que abre la boca en todo el viaje. Nos comenta que a pesar de haber estado en Ajmer cientos de veces llevando a extranjeros hacia Pushkar, nunca ha entrado en el Dargah, y que le gustaría hacerlo alguna vez. Le decimos que pare y que vayamos. Hemos leido y nos hemos informado sobre lo que nos vamos a encontrar en Pushkar, aunque luego, como siempre, sobre el terreno todo sea diferente. Pero nada sabemos sobre el sitio al que nos dirijimos. Shaid conduce el Tata entre la multitud, la mayoría de ellos atavíados a la manera musulmana. Dejamos el coche en un parquing, Shahid se muestra intranquilo y caminamos tras él a través del gentío, es media tarde de un viernes, día sagrado para musulmanes. Las calles adyacentes al mausoleo son un hervidero de gente, de ruido, de puestos callejeros que venden golosinas, libros religiosos, pañuelos y gorros, flores, ofrendas, de mendigos y niños amputados por la lepra. Estoy a punto de pisar a un hombre con las piernas y los brazos retorcidos que se arrastra por el suelo. Cuando logramos llegar a la puerta del Dargah nos descalzamos y dejamos las sandalias junto a una montaña de zapatillas de todas clases. Pero la policía india, de malos modos, como siempre, nos impide entrar al interior con nuestras mochilas a la espalda. Así que nos vemos obligados a seguir de nuevo a Shaid, andando descalzos sobre las baldosas negras de la calle, de nuevo entre la multitud, sabiendo que si nos hacemos una herida en los pies en aquel momento podemos rezar para que las vacunas hagan efecto. Logramos dejar la mochila en una consigna cercana. Volvemos a la puerta de entrada al mausoleo, pasamos el detector de metales, llévamos la cabeza cubierta, así que estamos dentro.
Kwaja Muin al Din Chisti fué un santo sufí que llegó a este lugar desde Persia en 1192. El segundo emperador mogol, Humayun, fué el que finalizó el mausoleo, si bien ha habido añadidos posteriores. En el interior también hay muchísima gente, aunque todo es más recogido. Cruzamos un patio donde unos hombres cocinan gachas para los más pobres en unos enormes calderos de hierro. El ámbiente es mágico e intimidante. Entramos en el patio donde está el sepulcro del santo, Shaid nos ordena que nos sentemos en el suelo junto a los demás, mientras él se agolpa en la entrada del sepulcro para ofrecer las ofrendas que ha comprado. Nos percatamos entonces de que estamos solos, que somos los únicos extranjeros y que no tenemos ni idea de lo que hace toda esta gente. Tratamos de no llamar la atención. Nadie nos hace mucho caso a pesar de la curiosidad infinita de los indios. De repente todo el mundo se pone en pie, nos ponemos también en pie, por los altavoces comienza a tronar el canto del qawwali, la gente entona cánticos siguiendo todo un ritual de gestos. Me emociono por la energía del lugar, se me humedecen los ojos sin saber por qué. Shaid viene entonces en nuestra búsqueda, tiene los ojos enrojecidos y el gesto emocionado. Salimos del Dargah, la tarde cae deprisa y la noche nos alcanza ya en la calle, que sigue a rebosar de gente. Casi no hablamos, estamos extrañamente impactados, caminamos como autómatas, mi cabeza le da vueltas a miles de cosas, aquel lugar tiene la energía mágica que los humanos damos a nuestras creencias. El Dargah, el mausoleo de Ajmer, es realmente un lugar sobrenatural.

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