Llorando a aquella que creyó amarme
Alberto García-Alix (León, 1954), es uno de los fotógrafos que más admiro. Seguidor de Richard Avedon, Diane Arbus o Willian Klein, García-Alix recibió en 1999 el Premio Nacional de Fotografía en reconocimiento a más de dos décadas de trabajo. Fué protagonista de la Movida Madrileña, que documentó en una serie de fotografías, e impulsor de la cultura underground española gracias a su labor como fotógrafo y desde las páginas de revistas como El canto de la tripulación. Bajó a los infiernos y fotografió lo que sucedía a su alrededor. Ese es su elemento definitorio, Garcia-Alix documenta lo común, lo que le rodea: sus amigos, los sitios por los que pasa, las cosas que le atraen... Su obra retrata lo grotesco, lo vulgar, lo repudiado, lo que se sale de lo común, lo feo, en un esfuerzo por alumbrar los rincones descarnados de la humanidad.
García-Alix, tatuado, patillas anchas, mirada franca, fumador y bebedor, rebelde, ha fotografiado siempre aquello inexplorado para poner ante el espectador una realidad inquietante de la que se suele huir. De esa forma el fotógrafo cuestiona la vida y los caminos que conducen al cielo. Abonado al blanco y negro y lejos, todavía hoy, de la fotografía digital, son conocidas sus series sobre pornografía, drogas, prostitución, música, motos, tatuajes, así como sus retratos y autoretratos. Vamos, las cosas que le han obsesionado siempre.
Dice García-Alix que gracias a sus pecados saca mayor partido a sus ojos, por eso también gracias a nuestros pecados espero que alguién nos recompense con tener su obra siempre cerca. Sus fotografías te gritan a la cara, son intensas, tremendamente poéticas. Con él no caben medías tintas.
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